HOMILÍA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica
de San Pedro
Domingo, 14 de junio de 2020
Domingo, 14 de junio de 2020
«Recuerda
todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer»
(Dt 8,2). Recuerda: la Palabra de Dios
comienza hoy con esa invitación de Moisés. Un poco más adelante,
Moisés insiste: “No te olvides del Señor, tu Dios” (cf. v. 14).
La Sagrada Escritura se nos dio para evitar que nos olvidemos de
Dios. ¡Qué importante es acordarnos de esto cuando rezamos! Como
nos enseña un salmo, que dice: «Recuerdo las proezas del Señor;
sí, recuerdo tus antiguos portentos» (77,12). También las
maravillas y prodigios que el Señor ha hecho en nuestras vidas.
Es
fundamental recordar el bien recibido: si no hacemos memoria de él
nos convertimos en extraños a nosotros mismos, en “transeúntes”
de la existencia. Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos
sustenta y nos dejamos llevar como hojas por el viento. En cambio,
hacer memoria es anudarse con lazos más fuertes, es sentirse parte
de una historia, es respirar con un pueblo. La memoria no es algo
privado, sino el camino que nos une a Dios y a los demás. Por eso,
en la Biblia el recuerdo del Señor se transmite de generación en
generación, hay que contarlo de padres a hijos, como dice un hermoso
pasaje:«Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son
esos mandatos […] que os mandó el Señor, nuestro Dios?”,
responderás a tu hijo: “Éramos esclavos […] ―toda la historia
de la esclavitud― y el Señor hizo signos y prodigios grandes […]
ante nuestros ojos» (Dt 6,20-22). Tú le darás la
memoria a tu hijo.
Pero
hay un problema, ¿qué pasa si la cadena de transmisión de los
recuerdos se interrumpe? Y luego, ¿cómo se puede recordar aquello
que sólo se ha oído decir, sin haberlo experimentado?
Dios sabe lo difícil que es, sabe lo frágil que es nuestra memoria,
y por eso hizo algo inaudito por nosotros: nos dejó un
memorial. No nos dejó
sólo palabras, porque es fácil olvidar lo que se escucha. No nos
dejó sólo la Escritura, porque es fácil olvidar lo que se lee. No
nos dejó sólo símbolos, porque también se puede olvidar lo que se
ve. Nos dio, en cambio, un Alimento, pues es difícil olvidar un
sabor. Nos dejó un Pan en el que está Él, vivo y verdadero, con
todo el sabor de su amor. Cuando lo recibimos podemos decir: “¡Es
el Señor, se acuerda de mí!”.
Es
por eso que Jesús nos pidió: «Haced esto en
memoria mía» (1
Co 11,24). Haced:
la Eucaristía no es un simple recuerdo, sino un
hecho; es la Pascua del
Señor que se renueva por nosotros. En la Misa, la muerte y la
resurrección de Jesús están frente a nosotros. Haced
esto en
memoria mía: reuníos y
como comunidad, como pueblo, como familia, celebrad la Eucaristía
para que os acordéis de mí. No podemos prescindir de ella, es el
memorial de Dios. Y sana nuestra memoria herida.
Ante
todo, cura nuestra memoria huérfana. Vivimos en una
época de gran orfandad. Cura la memoria huérfana. Muchos
tienen la memoria herida por la falta de afecto y las amargas
decepciones recibidas de quien habría tenido que dar amor pero que,
en cambio, dejó desolado el corazón. Nos gustaría volver atrás y
cambiar el pasado, pero no se puede. Sin embargo, Dios puede curar
estas heridas, infundiendo en nuestra memoria un amor más grande: el
suyo. La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura
nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba
de punto de llegada en punto de partida, y que de la misma manera
puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu
Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura las
heridas.
Con
la Eucaristía el Señor también sana nuestra memoria
negativa, esa negatividad que aparece muchas veces en nuestro
corazón. El Señor sana esta memoria negativa. que siempre
hace aflorar las cosas que están mal y nos deja con la triste idea
de que no servimos para nada, que sólo cometemos errores, que
estamos “equivocados”. Jesús viene a decirnos que no es así. Él
está feliz de tener intimidad con nosotros y cada vez que lo
recibimos nos recuerda que somos valiosos: somos los invitados que Él
espera a su banquete, los comensales que ansía. Y no sólo porque es
generoso, sino porque está realmente enamorado de nosotros: ve y ama
lo hermoso y lo bueno que somos. El Señor sabe que el mal y los
pecados no son nuestra identidad; son enfermedades, infecciones. Y
viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene los anticuerpos
para nuestra memoria enferma de negatividad. Con Jesús
podemos inmunizarnos de la tristeza.
Ante
nuestros ojos siempre estarán nuestras caídas y dificultades, los
problemas en casa y en el trabajo, los sueños incumplidos. Pero su
peso no nos podrá aplastar porque en lo más profundo está Jesús,
que nos alienta con su amor. Esta es la fuerza de la Eucaristía, que
nos transforma en portadores
de Dios: portadores de
alegría y no de negatividad. Podemos preguntarnos: Y nosotros, que
vamos a Misa, ¿qué llevamos al mundo? ¿Nuestra tristeza, nuestra
amargura o la alegría del Señor? ¿Recibimos la Comunión y luego
seguimos quejándonos, criticando y compadeciéndonos a nosotros
mismos? Pero esto no mejora las cosas para nada, mientras que la
alegría del Señor cambia la vida.
Además,
la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada. Las heridas
que llevamos dentro no sólo nos crean problemas a nosotros mismos,
sino también a los demás. Nos vuelven temerosos y suspicaces;
cerrados al principio, pero a la larga cínicos e indiferentes. Nos
llevan a reaccionar ante los demás con antipatía y arrogancia, con
la ilusión de creer que de este modo podemos controlar las
situaciones. Pero es un engaño, pues sólo el amor cura el miedo de
raíz y nos libera de las obstinaciones que aprisionan. Esto hace
Jesús, que viene a nuestro encuentro con dulzura, en la asombrosa
fragilidad de una Hostia. Esto hace Jesús, que es Pan partido para
romper las corazas de nuestro egoísmo. Esto hace Jesús, que se da a
sí mismo para indicarnos que sólo abriéndonos nos liberamos de los
bloqueos interiores, de la parálisis del corazón. El Señor, que se
nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no
malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean
dependencia y dejan vacío nuestro interior.
La
Eucaristía quita en nosotros el hambre por las cosas y enciende el
deseo de servir. Nos levanta de nuestro cómodo sedentarismo y nos
recuerda que no somos solamente bocas que alimentar, sino también
sus manos para alimentar a nuestro prójimo. Es urgente que ahora nos
hagamos cargo de los que tienen hambre de comida y de dignidad, de
los que no tienen trabajo y luchan por salir adelante. Y hacerlo de
manera concreta, como concreto es el Pan que Jesús nos da.
Hace falta una cercanía verdadera, hacen falta auténticas cadenas
de solidaridad. Jesús en la Eucaristía se hace cercano a
nosotros, ¡no dejemos solos a quienes están cerca nuestro!
Queridos
hermanos y hermanas: Sigamos celebrando el Memorial que sana nuestra
memoria, ―recordemos: sanar la memoria; la memoria es la memoria
del corazón―, este memorial es la Misa. Es el tesoro al que hay
dar prioridad en la Iglesia y en la vida. Y, al mismo tiempo,
redescubramos la adoración, que continúa en nosotros la acción de
la Misa. Nos hace bien, nos sana dentro. Especialmente ahora, que
realmente lo necesitamos.
MISA DE CORPUS CHRISTI MONS. ARTURO FAJARDO.
MISA DE CORPUS CHRISTI P. GUSTAVO REBÓN, P. ANDRÉS PAREDES