Texto del mensaje Pascual del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!
Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo
ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.
Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la
noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora
se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana
a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: «¡Resucitó de
veras mi amor y mi esperanza!» (Secuencia pascual).
Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque
todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza:
«¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». No se trata de una fórmula mágica
que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo,
sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por
encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino
en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.
El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo
glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de
esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la
humanidad desolada.
Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente
por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que
lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera
han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su
reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando
la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas.
Que conceda su consolación y las gracias necesarias a quienes se
encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, como también a quienes
trabajan en los centros de salud, o viven en los cuarteles y en las cárceles.
Para muchos es una Pascua de soledad, vivida en medio de los numerosos lutos y
dificultades que está provocando la pandemia, desde los sufrimientos físicos
hasta los problemas económicos.
Esta enfermedad no sólo nos está privando de los afectos, sino
también de la posibilidad de recurrir en persona al consuelo que brota de los
sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos
países no ha sido posible acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos.
Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su
mano (cf. Sal 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, «he resucitado y aún
estoy contigo» (Antífona de ingreso de la Misa del día de Pascua, Misal
Romano).
Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los
médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de
cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas
veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, como también a quienes
trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para
la convivencia civil, a las fuerzas del orden y a los militares, que en muchos
países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la
población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud.
En estas semanas, la vida de millones de personas cambió
repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para
reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres
queridos y disfrutar de su compañía. Pero también es para muchos un tiempo de
preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre
el riesgo de perderse y por las demás consecuencias que la crisis actual trae
consigo.
Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar
activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los
medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida
digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las
habituales actividades cotidianas.
Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero
está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús
resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las
periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y
hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón
del mundo, no se sientan solos.
Procuremos que no les falten los bienes de primera necesidad, más
difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, como
tampoco los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada
asistencia sanitaria.
Considerando las circunstancias, se relajen además las sanciones
internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios
ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten —por parte de todos los Países—
las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda
que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres.
Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que
enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas
zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de
la Segunda Guerra Mundial, este amado continente pudo resurgir gracias a un
auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del
pasado.
Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que esas
rivalidades no recobren fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única
familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a
un desafío histórico, del que dependerá no sólo su futuro, sino el del mundo
entero. Que no pierda la ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad,
incluso recurriendo a soluciones innovadoras.
Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares y
a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a dura prueba la
convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.
Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine
a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la
valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en
todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y
vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para
cuidar personas y salvar vidas.
Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que
ha ensangrentado a Siria, al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como
también en el Líbano. Que este sea el tiempo en el que los israelíes y los
palestinos reanuden el diálogo, y que encuentren una solución estable y
duradera que les permita a ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de
la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se terminen
los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios
países de África.
Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando
no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan
consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre
cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis
humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique.
Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y
desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los
numerosos migrantes y refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en
condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia
y Turquía. No quiero olvidar la isla de Lesbos. Que permita alcanzar soluciones
prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda
internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política,
socioeconómica y sanitaria.
Queridos hermanos y hermanas:
Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son
indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre!
Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la
muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en
nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos
el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre
humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso.