Toda la enseñanza doctrinal de Juan Pablo II se desarrolla alrededor de la Eucaristía, centro vital en torno al cual se recoge para alimentar la fe y el entusiasmo con el fin de llegar a su celebración más viva y sentida de la cual “surja una existencia cristiana transformada por el amor” Innumerables son los textos que en su pontificado dan cuenta de esta línea de pensamiento y de esta búsqueda.
Audiencia general del miércoles 18 de octubre del 2000.
Estas atrevidas palabras de san Agustín exaltan
la comunión íntima que en el misterio de
la Iglesia se crea entre Dios y el hombre, una comunión que, en nuestro camino
histórico, encuentra su signo más elevado en la Eucaristía.
Los
imperativos: «Tomad y comed… Bebed…» (Mateo 26, 26-27) que Jesús dirige a sus discípulos en aquella
sala del piso superior de una casa de Jerusalén, la última noche de su vida
terrena (cf. Marcos 14, 15), están llenos de significado. El valor simbólico universal del banquete ofrecido con el pan y el vino
(cf. Isaías 25,6), ya de por sí hacía referencia a la comunión y a la
intimidad.
Elementos
ulteriores más explícitos exaltan la Eucaristía como convite de amistad y de
alianza con Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, la misa es, «a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se
perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el
Cuerpo y la Sangre del Señor» (n. 1382).
UNA MISMA SANGRE CON CRISTO
Así como en el Antiguo Testamento, el
Santuario móvil del desierto era llamado «tienda del encuentro», es decir, el
encuentro entre Dios y su pueblo, y de los hermanos de fe entre sí, así también
la antigua tradición cristiana ha llamado «sinaxis», es decir «reunión», a la
celebración eucarística.
En ella, «se
revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la
sinaxis para celebrar el don de Aquél que es oferente y ofrenda: éstos, al
participar en los sagrados misterios, llegan a ser «consanguíneos» de Cristo,
anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable,
que une en Cristo divinidad y humanidad»
(«Orientale Lumen» n. 10).
Si queremos
profundizar en el sentido genuino de este misterio de comunión entre Dios y los
fieles tenemos que volver a las palabras de Jesús en la Última Cena. Se
refieren a la categoría bíblica de la «alianza» evocada precisamente a través
de la relación que existe entre la sangre de Cristo y la sangre del sacrificio
derramada en el Sinaí. «Esta es mi sangre, sangre de la alianza» (Marcos 14,
24). Moisés había declarado: «Esta es la sangre de la alianza» (Éxodo 24, 8). La alianza, que en el Sinaí unía a Israel
con el Señor con un vínculo de sangre, presagiaba la nueva alianza, de la que
deriva –utilizando una expresión de los Padres griegos– una especie de unión
consanguínea entre Cristo y el fiel. (cf. Cirilo de Alejandría, «In
Johannis Evangelium» XI; Juan Crisóstomo, «In Matthaeum hom». LXXXII, 5).
COMUNIÓN VITAL
La teología de san Juan y de san Pablo exaltan de manera particular la comunión del creyente con Cristo en la Eucaristía. En el discurso de la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús dice explícitamente: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Juan 6, 51). Todo el texto de ese discurso está orientado a subrayar la comunión vital que se establece, en la fe, entre Cristo, pan de vida, y quien come de él. Aparece, en concreto, el verbo griego típico del cuarto evangelio para indicar la intimidad mística entre Cristo y el discípulo «ménein», «permanecer, morar»: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él». (Juan 6, 56; cf. 15, 4-9).
LA EUCARISTÍA, CULMEN DEL ENCUENTRO CON CRISTO
La palabra griega para indicar la
«comunión», «koinonía», aparece después en la reflexión de la Primera Carta a
los Corintios, donde Pablo habla de los banquetes con sacrificios de la
idolatría, calificándolos como «mesa de los demonios» (10, 21), y expresa un
principio válido para todos los sacrificios: «Los que comen de las víctimas ¿no
están acaso en comunión con el altar?» (10, 18).
El apóstol aplica de manera positiva y luminosa
este principio a la Eucaristía: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es
acaso comunión («koinonía») con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no
es comunión («koinonía») con el cuerpo de Cristo? […] Todos participamos de un
solo pan» (10,16-17). «La participación
en la Eucaristía sacramento de la Nueva Alianza, es el culmen de la asimilación
a Cristo, fuente de «vida eterna», principio y fuerza del don total de sí
mismo» («Veritatis splendor» n. 21).
TRANSFORMACIÓN EN CRISTO
Esta comunión con Cristo genera, por tanto, una íntima transformación del fiel. San Cirilo de Alejandría delinea de manera eficaz este acontecimiento mostrando su resonancia en la existencia y en la historia: «Cristo nos forma según su imagen de manera que los rasgos de su naturaleza divina resplandezcan en nosotros, a través de la santificación, de la justicia y de una vida recta y conforme con las virtudes. La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que somos en Cristo, cuando demostramos que somos hombres rectos con las obras» («Tractatus ad Tiberium Diaconum sociosque, II, Responsiones ad Tiberium Diaconum sociosque», en «In divi Johannis Evangelium», vol. III, Bruselas 1965, p. 590).
LA SANTIDAD: INTIMIDAD DIVINA
«Al participar en el sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se pone en acto también el efectivo servicio del cristiano» («Veritatis splendor» n. 107). Este servicio real tiene su raíz en el bautismo y su florecimiento en la comunión eucarística. El camino de la santidad, del amor, de la verdad es, por tanto, la revelación al mundo de nuestra intimidad divina, vivida en el banquete de la Eucaristía».
Dejemos que
nuestro deseo de vida divina ofrecida en Cristo se exprese con el acento
ardiente de un gran teólogo de la Iglesia armenia, Gregorio de Narek (siglo X):
«No tengo nostalgia de sus dones, sino del que los dona. No aspiro a la gloria,
lo que quiero es abrazar al Glorificado… No busco el descanso, sino que pido
con súplicas el rostro de quien da el descanso.